Por Petra Saviñón
La violencia es atribuida a tantas causas, al estrés, a la falta de recursos económicos, a la incomprensión familiar, a la dificultad para alcanzar objetivos y así ese largooo etcétera que engrosa una lista que incluye acciones fatales.
En su escalada, obvio alcista, arrastra a gente cada vez más joven, tanto como niños que no rebasan los diez años, que ante una incomodidad con sus padres, hermanos, compañeros de clases o juegos han empuñado piedras, armas blancas y de fuego y lastimado y hasta sembrado muerte.
Ese círculo de horror lo vemos a diario extender sus tentáculos, sus garras y sus efectos nefastos en el transporte público, en el área de trabajo, en la comunidad y sí, en el hogar que a veces no solo no resulta dulce, sino que es un espacio amargo.
La casa es para muchos aquel sitio al que no quieren retornar, tras una agotadora faena laboral o de estudios. Una realidad que lancina y que enferma en el aspecto físico y mental. Una Tragedia.
En cada zona de convivencia, la situación más irrelevante puede detonar una agria discusión que incluye en su catálogo grotesco ofensas terribles, golpes, lesiones serias y decesos.
Es como si nadie quisiera el mote de cobarde que podrían colocarle si evita que las cosas pasen a mayores, como si todos estuviéramos compelidos a mostrar que somos valientes y hallamos un modo tan absurdo.
¡Qué equivocados! Quién nos habrá metido entre las sienes que esto es bravura, que colocarnos en situaciones tan riesgosas nos hará distinguir, sobresalir en medio de una disputa, de una pelea evitable.
Es como dijo una mujer en el Metro ante un alboroto por una simpleza, como los que ocurren con demasiada y lamentable frecuencia-Pasé mucho trabajo para criarme, no me pongo a enfrentarme con nadie-
Ese motivo y una hilera más son razonables, válidos para evitar ser propiciadores y víctimas de una violencia que nos acogota, que nos permea y que no debemos dejar que nos distinga, que sea nuestra marca.
¡No, señor!
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